Nunca había visto un buitre volando tan bajo. Se lo señalé a Berta, “Mira lo que viene”. Se dirigía recto hacia nosotros y nos sobrevoló a menos de diez metros del suelo. Luego describió una curva suave, remontó un poco y desapareció sobre un tejado, a ciento cincuenta metros de donde estábamos.
Terminamos el paseo vespertino por la avenida de las Sabinas y nos volvíamos a casa. Julene y David estaban en el soportal de sus casas “conversando” con un tercer individuo más bajo que, de reojo, no reconocí. Me lo aclaró Berta: “Pero, si es el buitre”.
David lo había recogido. “Lo he visto llegar volando al tejado; ha intentado posarse en el canalón y ha resbalado. Se ha quedado enganchado de una pata, cabeza abajo, más de un minuto y después ha caído. Ya he llamado al Centro de Recuperación de Aves, pero hasta mañana no podrán venir”. El animal parecía no poder moverse con soltura. Vomitó un líquido de color raro, verdoso.
“Debe de estar envenenado. Quién sabe lo que habrá comido”. “Pero, ¿para quién ponen esos cebos?; ¡hay que ser inconscientes!”. Se fueron concentrando más vecinos.

El buitre leonado que nos brindaba, sin él pretenderlo, la oportunidad de ver de cerca un ejemplar joven y hermoso, con toda la vitalidad que correspondía a su especie y edad, mermada por quién sabe qué causa artificial que le vaciaba la fuerza, permaneció entre nosotros por un largo cuarto de hora, sin aparentar extrañarnos y sin hacer intentos de huída. Hicimos nosotros planes sobre él, sin acertar muy bien a quién o a qué organismos tendríamos que llamar, cuando de improviso y sacando energías de donde no parecía haberlas, desplegó sus casi dos metros de envergadura de alas, empezó una corta carrera de saltitos y se alzó del suelo a duras penas, pero sin darnos tiempo a reaccionar.

No se elevó mucho, pero alcanzó la altura de la primera casa de enfrente, la de Juanma, a cinco o seis metros sobre la calle, y se posó en el alero del tejado.
David llamó, de nuevo, al Centro de Recuperación de Aves, cuyo personal se ofreció a venir para recogerlo, pero mientras el buitre permaneciera en el tejado, sería inútil cualquier acción, porque no se le podría capturar allí. Al más precavido intento, habría echado a volar hacia el monte. Debíamos limitarnos a observarle y recogerlo cuando bajara o cayera.
Y así se hizo de noche.
Por la mañana, Mara me dio el parte, antes de irse a trabajar: “Ha pasado la noche en el mismo tejado. Convendría vigilarle”. Me hice cargo de la encomienda. Estar jubilado conlleva estas cosas. Pero cuando salí de casa, nuestro protegido se había largado. Lo daba ya por perdido cuando me encontré con David: “Está en el tejado de Agapito”.

Había volado más de cien metros, remontando un poco de cuesta. Parecía que se recuperaba. Lo observamos un rato a pie de calle, pero decidí controlarlo desde casa, con los prismáticos. Me asomé varias veces a la ventana y todo iba normalmente, pero de pronto lo vi tendido como un saco.

Temí lo peor y volví al pie de la casa. El ruido que hice debió ponerle en alerta y se incorporó de nuevo. Volví yo a mi oteadero y sobre la una y media, cerca de mediodía (solar), vi el tejado vacío. Me asomé y justo pude verlo en el aire, volando parsimoniosamente hacia el sur, hacia el monte. Mediodía no es solamente un cálculo horario; es una sensación en la piel, en los ojos, a través de la luz, en el paisaje. Mediodía señala una zona de calor, de vida, hacia la que un buitre perdido ha de volar, sin duda. Cogí los prismáticos, la cámara y el teléfono y salí de estampida. Una vez en el monte, los cuervos pronto se hubieran cebado en él.
Recorrí medio kilómetro a través del bosque, deteniéndome en cada claro para examinar los árboles del contorno. Creía ir en la dirección correcta, pero no encontré ni rastro. Por fin, al pasar una pequeña barrera arbórea, entre dos tierras de labor extensas, hallé al
pollo posado en el suelo, mirándome fijamente, a solo diez metros de distancia.
Sentí una gran satisfacción al encontrarlo.
No se movió y yo tampoco le di motivos para la fuga. En el cielo, muy altos, evolucionaban en círculo dos buitres.

Muy despacio, me fui acercando a él
Y quise aprovechar la ocasión para que trabásemos, si no amistad, sí al menos un poco de conocimiento mútuo.
Sus potentes garras me parecieron unas herramientas muy bien estudiadas.

Cuando pretendí hacerle la foto para el DNI, sí que se mostró inquieto, porque cambió dos veces de posición, ocupando distintos árboles.

Llamé por teléfono al número del Centro de Recuperación, que me había proporcionado David. Me dijeron que en un cuarto de hora podrían llegar allí, porque un retén que volvía de un incendio estaba cerca. Pocos minutos más pasaron, y dos agentes forestales de la Junta, Miguel Briones y Javier Alonso sobre un todo-terreno, llegaron hasta mí guiados por el teléfono.

El resto fue fácil, según dijeron ellos mismos: “Que ¿qué técnica seguimos?, pues, la más sencilla. Rodearlo entre los dos y echarle el guante el que más cerca lo tenga”.


Y Miguel le echó el guante al pescuezo, no sin recibir un picotazo en el mismo brazo que lo sujetaba. El largo cuello se curvó y el pico le hizo una pequeña herida, pero no lo soltó. Fue entonces cuando oí los graznidos del buitre por primera vez. Eran lastimeros, de verdadero terror. Hasta ese momento me había parecido un animal mudo.

Enseguida quedó inmovilizado y le precintaron el pico para prevenir nuevas tentativas desesperadas.

Lo enfundaron en un saco de plástico en el que quedó amarrado con algunas vueltas de cinta.

Y del suelo a la caja del vehículo.
Después les llamé por teléfono y desde el Centro me dijeron que nuestro buitre estaba bién y que saldría adelante.
Ahora, tiempo. Trataremos de hacerle alguna visita en el Centro de Recuperación de Aves, para seguir la evolución de su proceso, hasta que pueda volver a sobrevolar las encinas y sabinas del monte al que había querido regresar.